miércoles, 20 de abril de 2011

Mezcla de ilusiones

Angustia.
Paciencia.
Desesperación.
Confianza.
Amor.
Esperanza.
Locura...

Todo lo metí en una bolsa, la amarré con fuerza y me la cargué a la espalda. Aunque no la viera, sentía como todos estos sentimientos luchaban, unos contra los otros, intentando aniquilarse entre sí.

Y sí, me dolía.

Notaba como mi espalda recibía cada uno de los golpes, como era aplastada por ese torrente de emociones que discurrían, unos con otros, que hacían entre todos un fardo insoportable.
Insoportable.
Pero que había que soportar.
¿Porque?
Porque había un sentimiento que no había metido ahí dentro, un molesto sentimiento que había descartado de la lucha, y que llevaba al bolsillo, dispuesta a lanzarlo al viento.
La rendición.
No quería conocer esa expresión, pero sabía que no era imposible que llegara el día que, pese a todo, tuviera que abrazarlo.
Y ahí estaba yo, aguantando mi lucha a cuestas y sin plantearme dejarla ahí, a un lado, abandonarlo todo y seguir adelante sin nada de eso.
Porque quería parte de lo que ahí dentro había, de lo que estaba destruyéndose, y debía tener fe y pensar que esas ínfimas posibilidades de victoria se harían realidad...
Y que al abrir la bolsa no lloraría por las penas, por los cuerpos perdidos...
sino por la felicidad de ver mis sueños hechos realidad.

Este fardo pesa mucho... ya no sé siquiera si hay algo vivo dentro...
pero no me atrevo a mirar...
porque me da miedo lo que pueda ver.

Porque, a fin de cuentas, solo hay un sentimiento que queda vivo, no en la bolsa, sino dentro de mí... que quiero que desaparezca, y que no desaparecerá por mi mano por mucho que quiera...

la impotencia.

Encuentros fortuitos

Nunca supe como pasó. 
¿Descuido? 
¿Confianza? 
¿Intencionado? 
Fuese como fuese, la puerta quedó abierta, descuidada, y, como no, la niña escapó. No es que quisiera huir, no queria dejar de estar encerrada, su pequeña mente no llegaba a tanto. Curiosidad, eso que mató a tantos gatos la impulsó a cruzar la gran puerta, sin recordar cuanto sufrió al estar fuera, sin acordarse de lo desprotegida que estaba allí. Cuando me di cuenta, era demasiado tarde. Ella ya se había ido, ya pululaba por las calles sucias y vacías de sentimiento.

Me angustié. 
¿Cuanto me iba a costar este desliz? 
¿Cuanto podría durar el disgusto? 
Eso contando que la encontrase a tiempo...

Moví con fuerza la cabeza hacia los lados. No, no podía permitirme dudar ahora. No había tiempo que perder.

Empecé a recorrer calles, a remover cielo y tierra con tal de encontrarla, pero no habia forma de dar con ella. 
¿Donde se había metido? 

Y una idea veloz cruzó mi cabeza, dandome escalofríos. No la encontraría si ella no queria que la encontrara. Se estaba escondiendo de mí... Y eso era malo, muy malo. Dejé de intentar buscarla, de recorrer calles oscuras asustada, pensando encontrarmela sana y salva, tal y como estaba entre mis brazos.

Me preparé para lo peor.

Una pluma acarició mi cabeza, y al alzar la vista me encontre con un peculiar ave. Le pegué dos bufidos intentandola espantar, pero, lejos de eso, empezó a picotearme. Decidí darle su merecido retorciendole el pescuezo cuando echó a volar, y empecé a perseguirla. Cada vez más rápido, el ave se me escabulló por calles invisibles, hasta llegar a un pequeño jardín.

Allí estaba ella.

Pero no me miraba a mi, miraba al ave, que descendió y puso su cabeza en el regazo de la niña, esperando una caricia.

Mi primera reacción fue asustarme. Había vuelto a pasar. 
¡Maldita sea! 
Sería doloroso volver a encerrarla, muy doloroso. No sabía hasta qué punto podría soportarlo. Esa niña había nacido para sufrir, de eso no me cabía la menor duda, pero hacía años había jurado y rejurado protegerla del dolor, de todo lo que pudiera hacerle daño... Y ahí estaba, en medio de la nada, sucia y acariciando a un ave que, sin duda, intentaría sacarle los ojos en cuanto se cansara de las caricias.

Me acerqué decidida. Lo primero era recuperar el control de la situación. Me la llevaría aunque fuera a rastras... Tenía que protegerla con mi vida.

Y entonces su penetrante mirada me paralizó. No la del ave, que seguía acurrucada, sino la de la niña. Una mirada limpia, decidida. Ya había caído. ¿Y aun seguía intacta? Sí, estaba sucia, raida... Pero sus ojos no eran llorosos, no eran los que tantas veces había visto. Aun no le había hecho daño.

El ave me miró. No lograba descifrar su rostro. ¿Pudiera ser que hubiera alguien capaz de estar cerca de ella sin condenarla?

Respiré hondo, abatida. Lo que nunca debió volver a pasar había pasado, mi misión había fracasado, ella había vuelto a ver el mundo exterior y había vuelto a confiar en un extraño. Y aunque me pesara, yo ya nada podía hacer.
Así que me acomodé cerca de ellos, mientras la veía aguantar sus garras, sin quejarse, sin rendirse... Tarde o temprano lo haría...

¿No?

Y allí estaría yo, como tantas veces antes, para volver a protegerla... A incomunicarla para que nada pudiera hacerle daño.
¿Pero y si ese ser no le hacía daño?
La duda me corrompía... Pero no me quedaba más que esperar... Que esperar...

A que la historia se repitiera.

Tal vez, solo tal vez, ella por fin podría haber encontrado alguien con quien poder compartirse... Y, a fin de cuentas, ya nada perdía intentando descubrirlo.

Tal vez en este mundo hubiera alguien, aparte de mí, a quien le importara esa criatura...