jueves, 9 de junio de 2011

Recuerdos desde Sau

Las maletas apenas habían cabido por la pequeña puerta de madera, prácticamente podrida, con las juntas oxidadas. Rechinó quejándose, pero Marta hizo caso omiso. Sus ojos buscaban desesperadamente ese bultito, esa cosa fea y arrugada que le había hecho volver por vacaciones a su pueblo natal.
Hacía años que no volvía a Sant romà de Sau, un pueblo pequeño, desfasado, situado en el centro de un valle, alejado de la sociedad y sin casi habitantes con los que jugar y recorrer las calles. Lo único interesante era la iglesia, y el párroco nunca les dejaba gritar dentro, ni correr por los pasillos, ni subir al campanario y tocar la campana. Pero Marta sabía que no era por eso por lo que se había alejado de su familia, por lo que había dejado el hogar que la había visto crecer. No, las causas habían sido muy, muy distintas...
Llegó al comedor y dejó los fardos, tirados de cualquier manera. Se adentró corriendo a la cocina, mientras gritaba de alegría. Allí estaba ella, chiquitita y frágil como la mejor de las porcelanas, su niña consentida. Su nueva sobrina, Cristina.
No grites tanto, la despertarás.
Su hermana, Rebeca, protegía a la pequeña con sus dulces brazos. Pequeña y antaño delgadita, Rebeca siempre había sido su más leal confidente. Ahora, tras el parto, su fisonomía había cambiado bastante: más carnes, más cuelgues, y, sobretodo, muchísimas más ojeras. Marta se apenaba un poco al verla, con solo 17 años y ya tenía los primeros síntomas de vejez. Pero sabía que era feliz, ¿como no iba a serlo? Tenía salud, una niña hermosa... y a él.
Tomás entró por la puerta, enfurruñado. Marta evitó mirarlo. Se conocían desde hacía casi 10 años, él prácticamente le cambiaba los pañales cuando su hermana tenía que quedarse en casa, cuidándola. Amigo de la familia, Tomás había sido su hermano, su padre, su maestro, su compañero de juegos... y su amor platónico. Porque aunque Marta solo tenía 11  años, ya conocía ese sentimiento al que llaman amor. Él era su mundo, y quería compartir su vida con él. Lo quiso...
Hasta el día en que se comprometió con su hermana.
Ese día fue muy duro para ella. Su mejor amiga y su amor, unidos en santo matrimonio. No pudo soportarlo, y con solo 8 años se las ingenió para estudiar fuera. Fue duro, mucho estudio, muchas despedidas, mucha soledad. Pero todo era mejor que sufrir un desamor allí, junto a ellos, en ese pueblo donde todos se conocían, donde tarde o temprano la gente habría adivinado sus sentimientos. No, había que enterrarlos, y eso hizo.
En cuanto se enteró de que la pequeña había nacido, un nuevo brillo despertó en sus ojos. ¡Una niña! Una princesita fruto del amor de las dos personas más importantes para ella. Pensaba mimarla, malcriarla, jugar con ella y ser su apoyo, como Tomás lo había sido. Pero para eso tenía que volver.
Elevó a la pequeña entre sus brazos, mirando los hermosos ojos que la miraban. La pequeña sonreía, y Marta la abrazó con fuerza. Sentía tanto amor por esa niña... la dejó junto a su madre, y sacó de su bolsillo un regalo para ella: un collar de plata, en forma de corazón, con el nombre de la niña en una cara, y un “te quiero” en el otro. El colgante se partía en dos, uno para la pequeña, y otro para su tía. “Para estar siempre juntas”, se había dicho cuando lo había comprado en la joyería. No había escatimado ni una peseta, y no le había dolido... la niña sonreía mientras hacía mover el colgante, a un lado y al otro: le gustaba. Y eso a Marta le hacía feliz.

Volver al hogar no fue fácil, pero con los días Marta se fue adaptando. Con su sobrina todo era más fácil: la llevaba de paseo, la lavaba, jugaba con ella, le daba de comer. No era doloroso salir a la calle, que la miraran, que le preguntaran como había sido salir de allí. Ella estaba feliz con su niña, y el resto no le importaba.
Rebeca y Tomás apenas daban señales de vida, y eso sí inquietaba a Marta. Su hermana estaba dejada, soñolienta y débil: nunca la había visto así. Se pasaba el día durmiendo, y a menudo tropezaba contra el sofá, la mesa, el refrigerador... y se daba un castañazo. Había perdido la cuenta de los moratones que se había hecho desde que había llegado, y  cuando cogía a su hija entre los brazos, empezaba a llorar. El primer día marta se asustó, pero su madre le informó que era normal. “la depresión post-parto”, había dicho. Marta no se lo tragaba, pero no sabía qué más hacer para ayudar a su hermana que estar con la pequeña. En cuanto a Tomás... Siempre andaba con el ceño fruncido, de aquí para allá, sin pararse a hablar con nadie, sin pararse a mirar a nadie. Apenas le había dirigido la palabra desde que llegó y, a menudo, le sorprendía mirándola de arriba abajo, como quien  inspecciona a su presa antes de comérsela. Había algo en él que comenzaba a asustarle... sin duda no era el mismo hombre que ella conocía.
Un día, tras dar un paseo por el puente con la niña, Marta decidió visitar la iglesia. No era una gran creyente, cosa que no podía decir frente a su madre, pero ese día le apetecía enseñarle a Cristina los pasillos, las velas, el órgano y la campana que la habían acompañado en sus travesuras. “Y las criptas”, se dijo a sí misma, esas criptas donde más de una vez se habían metido para jugar con Tomás.
Caía la noche.
Estuvieron un rato en la iglesia, y finalmente Cristina se durmió. Al salir, una figura sombría le heló los huesos: había alguien en las criptas. Quiso correr, pero sabía que el miedo era infundado, puesto que no habían apenas habitantes en Sau y mucho menos ladrones o cosas así: el peligro solo existía en la ciudad, no en los pueblos casi abandonados. Así que se acercó, agarrando con fuerza el carrito. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio la figura de un hombre frente a ella. Se puso a la defensiva, solo por si acaso, cuando un susurro la tranquilizó: era Tomás. Rió para sus adentros, ¿quién sino Tomás se atrevería a pasear por los mausoleos de los muertos? Se acercó a él, lo tomó por la mano y le dijo que se fueran a casa, con Rebeca.
Solo le dio tiempo a soltar el carrito. En menos de un segundo, se vio empotrada contra la pared. Su cabeza le daba vueltas, mientras notaba un fuerte dolor en el cuello. Intentó gritar, pero no pudo. Tomás estaba sobre ella, con sus labios fuertemente apretados contra los suyos y las manos inmovilizándola. Acercó su boca al oído y le susurró.
nunca debiste haberte ido... nunca.
Y todo se volvió negro.
Un llanto la hizo volver en sí: Cristina estaba llorando. Aún notaba peso encima, así que empezó a patalear con fuerza, mientras iba recobrando el sentido. Un pie acertó, y el acosador salió de encima suyo. Se apresuró hacia el carro, agarró velozmente a la criatura y salió de allí corriendo, mientras oía gritos a su espalda, gritos que oía pero no entendía, no entendía nada, absolutamente nada...
Llegó a casa, entró y se quedó en la puerta, descubriendo que no se había olvidado de respirar. Sólo entonces se le ocurrió dar una ojeada a sus ropas, que estaban todas rotas. Se adentró en el comedor, temblando, y vio a su madre con su hermana.
Empezó a llorar.
Las dos se abalanzaron sobre ella, preocupadas, pero ella ya no las escuchaba, ni a ellas ni a la pequeña, que seguía llorando entre sus brazos. Ahora lo entendía todo, la dejadez de su hermana, los moratones, el comportamiento de Tomás...
¿cómo había llegado él, aquél a quien tanto había querido, a ese extremo?
¿qué había pasado en su ausencia?
Reaccionó al escuchar pasos a sus espaldas. Soltó la niña en los brazos de su madre, y corrió hacia el dormitorio. Su padre se había ido hacía algunos años, pero la había enseñado a defenderse. Con las manos temblándole con fuerza, cogió la escopeta de caza y la cargó. Salió arma en mano, y vio a su agresor entrando por la puerta, como si nada hubiera pasado. No entendía por qué su hermana y su madre no se habían revelado, pero ella no iba a pasar por el aro. No, ella venía de la ciudad, donde has de aprender a cuidarte sola. Apuntó con decisión, sin miedo en los ojos.
vete de aquí.
Él hizo intento de acercarse, pero el primer disparo le demostró que iba muy en serio. Por suerte para él, la pequeña falló y le dio a la pared. Marta empezó a temblar de arriba abajo. Lo miraba con asco, decepcionada y dolida como nunca se había sentido, y empezó a perder las fuerzas. No había fallado el tiro, lo sabía, simplemente no podía hacerlo. Aunque hubiera intentado violarla, aunque pegara a su hermana, aunque fuera un ser despreciable...Rogó con fuerza que se fuera, mientras le miraba a los ojos intentando parecer decidida a todo por su familia. Por fin, el hombre dio un paso atrás y se fue.
Marta no podía moverse del pavor que sentía.
Mantuvo el arma un buen rato en alto, mientras se aseguraba que no volvía. Su madre y su hermana, con temor, se pusieron tras ella, e intentaron que soltara el arma. Tras unos largos minutos, lo lograron, y las tres se enfrascaron en un llanto que duró horas.

Era el fin de una pesadilla.

Pasaron días, semanas, y por fin, poco a poco, tanto Rebeca como su hermana se fueron recuperando. Marta se enteró de muchas cosas; mucha gente, como ella, habían emigrado a las ciudades cercanas, y el pueblo se había quedado prácticamente vacío. Tomás también había querido marchar, pero Rebeca amaba Sau, y se negaba a irse. Él estuvo a punto de dejarla... pero entonces Cristina apareció, y no tuvo valor para abandonarlas. “¿Pero sí para castigarla continuamente?” había pensado Marta, el día en que su madre, entre lágrimas, se lo había contado todo. Sin embargo, no se atrevía a mencionar ante su hermana el nombre de Tomás, menos ahora que, por fin, había vuelto a sonreír.
Pero no todo eran alegrías.
Desde la ciudad, les vino un comunicado espantoso: el pueblo se había nombrado oficialmente deshabitado, pese a que todavía había gente, como ellas, que seguían allí. Como el pueblo estaba situado sobre un río y en un valle, habían decidido ya qué hacer con esas tierras: iban a convertirse en un embalse, en un pantano, donde ya estaban construyendo una central hidráulica. Les ayudarían, obviamente, ofreciéndoles un lugar para vivir temporalmente y una pequeña compensación económica por las molestias causadas. Todo eso en un tiempo límite de un mes.
En otras palabras: su hogar iba a desaparecer de la faz de la tierra.
Las dos hermanas habían ido a la ciudad, se habían quejado, como los pocos vecinos que aún tenían, pero de nada sirvió. La decisión estaba tomada desde hacía tiempo, solo habían esperado un poco a que la gente quisiera modernizarse por su propio pie. Pero ya no esperarían más. Rebeca luchó como la que más, pues amaba su pueblo, y, precisamente por eso, la decisión inamovible de los altos cargos la dejó destrozada.
Les ofrecieron una barraca que habían acomodado en lo alto del valle, cerca de la central, y en los días que siguieron a eso, con sumo dolor, las tres fueron empacando sus cosas y trasladándolas. Su madre intentaba estar animada, “¡no nos pueden dejar en la calle! Seguro que nos darán alguna ayuda, a fin de cuentas, una vieja y una chiquilla con una niña no podemos hacer mucho... ¡seguro que entenderán! Tú estudia mucho y sacanos adelante, Marta!” le solía decir a su hija, quien reía por no llorar, imaginándose ya, a los 11 años,  trabajando de abogada o de arquitecta para sacar a su familia adelante.
Eran tiempos duros... pero la presencia de Cristina, tan chiquita que no entendía nada, alegraba hasta el oscuro porvenir de Rebeca. Sin duda, era el alma de esta nueva familia, donde habrían de luchar mucho para lograr ser felices.

Finalmente llegó el día de la inundación del pueblo. El valle ya estaba preparado para convertirse en pantano, y la gente ya había sido totalmente desalojada. Desde su barraca, podrían presenciar el momento en que su hogar se vería reducido a escombros. Sería a la madrugada, justo antes del amanecer.
Marta no quiso verlo. Se le acababan pronto las vacaciones, y decidió que era el momento idóneo para volver a la ciudad. No se creía capaz de ver como todos sus recuerdos eran engullidos por el agua y sepultados para siempre. Simplemente, no podía ser tan fuerte. Se despidió de su familia a la mañana, le dio un beso de despedida a su pequeña sobrina y partió en el autobús camino a la estación de trenes, donde se alejaría de todo lo vivido durante una temporada. Su madre había prometido reunirse en la ciudad con ella, en cuanto encontraran algo que pudieran pagarse con la miseria que les habían otorgado como “compensación”. A Marta le sabía mal no acompañarla en esos momentos, pero sabía que sería demasiado para ella, y que la vida debía seguir.
Eso pensaba, mientras acomodaba las maletas en el tren, que partía en cinco minutos. Se sentó en el asiento que daba a la ventana, y dejó la mente volar por el vagón, por la estación, salir volando y llegar hasta su pequeño Sau, donde había nacido, donde había descubierto el amor de sus padres, donde se había enamorado...
Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿dónde se habría metido Tomás? Algunas noches le había parecido ver su sombra en la lejanía, entre los árboles. Cuando andaba sola, temía encontrarse con su figura, y aún la violaba a veces en sus peores pesadillas. Pero por quien más sufría era por Cristina. Ella era su hija, pero no había dado señales de vida ni siquiera para verla... “bueno, con una niña de 11 años apuntándote con un rifle, supongo que se te quitan las ganas de todo”, pensó sonriendo, recordando el momento vivido hacia unos meses.
Otro escalofrío, éste más intenso, y sus ojos se abrieron como dos enromes platos.
¿Cómo no se había dado cuenta antes?
El timbre del tren empezó a sonar, anunciando que partía. Marta se levantó y salió corriendo, olvidando sus bolsas en el vagón. Saltó del tren y corrió hacia la estación de autobuses. Su corazón latía con fuerza, con muchísima fuerza. ¿cómo había sido tan idiota de no darse cuenta?
¡¡Tomás tenía miedo de ella!! ¡¡y si ella se alejaba...!!
No quiso ni pensarlo. Espero impaciente en la parada y se enfrascó en el primer autobús que apareció dirección a las cercanías de Sau. No le preocupaban las maletas: había conocidos en el tren, no viajaba completamente sola, y supuso que alguien las cogería... y si no, tanto le daba. Su familia era más importante que cuatro trapos y una maleta con recuerdos de una vida.
Al llegar a la barraca, otro escalofrío la recorrió: la puerta estaba abierta. Entró con miedo, llamando a su madre. Nadie contestaba. Escuchaba su corazón latir con fuerza en sus orejas. Bum bum. Bum bum. Bum bum.
Pensó que le estallaría, cuando descubrió a su madre tirada en el suelo, desangrándose. Marta se lanzó sobre ella, alarmada. No pudo oír sus latidos, ni su último aliento.
Estaba muerta.
La abrazó con fuerza, durante horas, llorando como nunca antes había llorado.

Cuando volvió en sí, la noche caía sobre Sau. Unas palabras en su mente bailaban, felices. “Nunca debiste irte”, decían. Era la voz de Tomás, que se reía de ella. Y ahora lo estaba pagando. Había matado a su madre, sin duda había sido él, y se había llevado a su hermana... y a Cristina... ¿pero adónde?
“Nunca debiste irte...” esa frase no le dejaba muchas opciones.
Amarró el primer cuchillo que encontró, y salió corriendo de casa, dejando el cuerpo de su madre inerte en el suelo. Se dirigía a su hogar, a Sau, el pueblo que nunca debería haber abandonado. Se dirigía en busca de su familia.
Bajó el valle tan rápido como pudo, y, jadeando, se presentó en lo que había sido su casa, siendo ahora cuatro paredes destartaladas. Entró.
Su hermana estaba tendida en el suelo, sin moverse, en posición fetal. Sobre ella, aún dándole patadas, se hallaba Tomás, que reía malvadamente, mientras gritaba cosas que Marta no llegaba a comprender. No las quería comprender.
Se acercó sigilosamente por la espalda, y le clavó el cuchillo en el costado. Tomás soltó un grito ensordecedor, mientras caía al suelo presa del dolor. Marta aprovechó para ir a socorrer a su hermana. Aún respiraba, aunque muy débilmente. Frente a ella, en el sofá, estaba Cristina, llorando.
Tomás se incorporó y le propinó una patada que la estampó contra la pared. Sus huesos crujieron, pero hizo caso omiso. Se levantó y lo encaró. Él, con una sonrisa, se puso frente a ella.
¿acaso no lo entiendes? ¡Si ellas desaparecen, por fin seré libre! ¡libre para poder irme de aquí, libre para poder vivir!- la miró con unos ojos lujuriosos- libre para ser tuyo... ¡ellas me han destrozado la vida! ¡a los dos! ¡si no fuera por ellas, nunca tendrías que haber vuelto... déjame hacer lo que ambos queremos!
El cuchillo fue directo a su pecho, haciendo que dejara de hablar. Lo miró a los ojos con rabia, mientras él le devolvía una cara que ella no entendió. ¿Decepción? Sí, la miraba con unos ojos decepcionados. ¿Acaso se había creído todo lo que decía? En otra ocasión hubiera sentido pena por él... pero ya ni siquiera podía hacer eso.
Dejó que cayera al suelo, y corrió a socorrer a su hermana. Se la cargó a la espalda e intentó cargar con ella, cuando una risa la hizo girarse.
je... ¿acaso no recuerdas? No te dará tiempo... está apunto de amanecer. Yo moriré aquí... ¡pero vosotras tres vendréis conmigo!
Bum bum. La voz de Tomás volvió a desplumar su mente.

La inundación.

Sacó la cabeza por la puerta. El cielo clareaba: estaba empezando a amanecer. Presa del pánico, intentó arrastrar a su hermana fuera de la casa. No podía con ella, pesaba demasiado... no iban a llegar a ningún sitio.
Con inmenso dolor, soltó a su hermana, le dio un beso y corrió hacia Cristina, a la que cogió en brazos. Se giró y... Calló de bruces al suelo.
Tomás se le abalanzó y la derribó con sus últimas fuerzas, arrollándola contra el sofá. Su brazo hacía un ángulo raro, pero la niña lloraba sin ningún rasguño. Notaba calor al costado, y al tocar con la única mano que le quedaba viable, encontró sangre. Dio una última patada al amor de su vida, cargó con la niña e intentó levantarse.
Un ruido atroz le llegó a los oídos. El sonido del agua.
El suelo tembló estrepitosamente, y las paredes cayeron ante la fuerza del impacto. Marta se aovilló con Cristina en sus brazos, y recibió un golpe contundente en la espalda que la hizo gritar de dolor. Y de pánico. El agua empezó a arrastrarlo todo, mientras ellas se dejaban llevar por esa ola gigante que había arrasado con su hogar, con sus recuerdos. Con sus sueños.

Cuando abrió los ojos, aún no entendía como podía seguir viva. Cristina no se movía, y ella apenas aguantaba la respiración. Estaba entre escombros, en una pequeña burbuja de aire que se había creado y se consumía en segundos. Al moverse, el agua entró. Sacando fuerzas de donde ya no habían, Marta salió de ahí, y tuvo ante sus ojos el desierto de las profundidades en la que se había convertido su pueblo. No había esperanza. Apenas se podía mover, y el agua la enterraba cada vez más y más abajo.
Fue entonces cuando lo vio: la única edificación que seguía en pie, el único recuerdo que se negaba a desaparecer. La iglesia. El campanario podía ser suficiente alto como para salir de ahí, se dijo a sí misma. Y empezó a nadar, como pudo, haciéndose impulso con los pies doloridos, abrazando a su sobrina, su niña, a quien debía salvar a toda costa, a la que no se atrevía a mirar, por terror a verla inerte...
Bum bum. Su corazón se había posado en los oídos, y le reventaba el cerebro. Le faltaba la respiración. “Un poco más, ¡¡¡un poco más!!!”. Casi había llegado. Bum bum. ¡¡llegó!! solo quedaba nadar hasta el campanario. Bum bum. Bum bum. Veía la campana. Bum bum. Bum bum. Casi podía tocarla casi estaba... bum bum. Bum bum. Bum bum.

Y los latidos cesaron.

Exhalando su último aliento, elevó las manos hacia el cielo, soltando el fardo que llevaba en ellos, dejando a su sobrina flotar hacia el cielo, rogando a ese Dios en el que nunca había creído que la salvara... que salvara a su niña...
Y cerró los ojos.

Al caer el día, Sau había sido enterrado por el agua. Todos sus habitantes habían presenciado el momento de su desaparición con angustia, con tristeza, pero con la vista puesta en el mañana.
Y con asombro descubrieron, que su tierra no les dio la espalda... pues quiso ser recordada, y de sus restos una torre quedó alzada, impasible ante el agua, mostrando solo la punta sobre la superficie...
El campanario de su iglesia, donde una pequeña quedó refugiada, llorando a pleno pulmón...
Hasta que fue rescatada.
Una pequeña que nunca conoció a su familia, pero que siempre la llevó presente, gracias a un pequeño colgante de plata, grabado con su nombre...
Un regalo de alguien que la amaba.
Y aún a día de hoy aguanta el recuerdo de Sau, convertido en pantano, por esa iglesia... y aún hay días, cuando el pantano se vacía, en que se pueden recorrer sus deshabitadas calles, lo que queda de sus casas, y gente como Cristina, que tuvo que abandonar el pueblo de pequeña, puede volver allí... a su tierra...
Para crear nuevos recuerdos juntos.

Dedicado a esas dos grandes Cristinas que me inspiraron, una perdida por mentiras y verdades ahogadas en el agua de las lágrimas, y otra que sigue ahí, junto a mí, llenando cada día más el vaso... y bebiendo pequeños sorbos. 
Sin vosotras esto jamás habría salido de mi cabeza. Gracias petardas.