martes, 7 de febrero de 2012

The forgotten melody

Los sollozos se ahogaban entre mis rodillas, las manos no dejaban de sangrar. Las paredes tenían un nuevo color rojizo, más intenso que el amarronado que guardaban de otros días que, como hoy, había perdido la paciencia.

Pronto el brillo se apagaría.

Lo había intentado todo, todo, para destruir esas murallas en las que yo misma te encerré. Era un proceso inevitable, inexistente en mí antes. Primero, estaba el desasosiego, la soledad. Entonces, la rabia de la rendición entraba en mí, me activaba y hacía que me revelara a ese destino que yo misma nos había buscado. La mente empezaba a funcionar, dándome planes estúpidos acerca de como romper las paredes que te tienen presa. Tras miles de intentos frustrados, la fuerza fluía en mí, desatada, y mi cuerpo era controlado por completo.

Luego, tras horas, llegaba el dolor.

Mi cuerpo y mente se apagaban y se rendían a ese culto imposible de evitar que me doblaba, me recorría, me retorcía. Y así me quedaba, aovillada, sentada o tumbada en el suelo, hasta que el ciclo volvía a empezar.

Sólo una duda me corroía en esos momentos, dolorosos instantes en que mi mente despertaba pero mi cuerpo no respondía...
¿sigues ahí?

Hace tiempo que dejé de escuchar tu voz, siquiera tu respiración. Los días se volvieron grises, y sordos los sonidos del viento. Quería salvarte, bien lo sabes... El pacto que nos selló era inamovible, tú lo aceptaste y yo lo apliqué.

No entiendo como pude ser tan idiota.

De mi yo de entonces, solo quedan retazos de dolor, de angustia y desesperación. Eso es lo que soy sin ti: un ente incompleto. Porque tu existencia me daba la vida, pequeña dama, porque por ti era la fría muralla que vigilaba tus pasos, los ojos avizores que procuraban alargar la mano para que no cayeses en el abismo. Y, sin darme cuenta, te dejé caer en el peor abismo de todos, el tuyo propio.

Ahora ya es tarde para lamentaciones. Mi cuerpo vuelve a responder, lentamente, y mis manos empiezan a sanar. Se despierta un nuevo día de dolor y sangre, que sin embargo no puedo ni quiero evitar.

Porque si yo estoy así ¿cómo debes estar tú, ahí dentro... sola?

A mis oídos cansados llega una dulce melodía. Mi mente debe de estar en las últimas, porque a todo lo que suena le pongo el timbre de tu voz. Pero afino el oído, para no perder esta fantasía momentánea que me da fuerzas para seguir luchando.

Te escucho.

Mis ojos se abren con fuerza, mi cuerpo se levanta poseído por una cálida brisa. Miro las paredes, manchadas una y otra vez con mi sangre. Es un sueño, me repito, tiene que serlo. Tu llanto nunca fue tan profundo como suena ahora.

Ni el mío tampoco.

Pero no lloro por tristeza, mi pequeña dama. Hoy lloro de alegría, de la dicha que me recorre este cuerpo destrozado. Porque escucho tu llanto, mi pequeña dama, escucho tu voz al viento...

Estás viva.


Tus sollozos cesan repentinamente. Por unos segundos, el miedo se apodera de mí. ¡No te vayas de nuevo! Pero esa melodía, antaño conocida, vuelve a mis tímpanos, más hermosa de lo que la recordaba, más dulce de lo que la imitaba y más fuerte de lo que mi mente pudiera recrearla.

Vuelves a ser tú, vuelves a cantar.

Noto como mis miembros cobran vida, de nuevo, y me olvido de todos los malos momentos. Si tú tienes fuerzas para luchar, sin duda tendré fuerzas para protegerte.

Porque tú eres mi estrella polar, mi pequeña dama... tú eres el eco de mi vida.

Pongo una mano sobre la piedra húmeda. Sé que tú me estás escuchando, y hago una promesa al viento.

Te sacaré de aquí... Juntas lo haremos. Y no nos volveremos a separar. No más.

Mi pequeña dama, no quepo en mi de la dicha...

… de haberte podido reencontrar.


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