domingo, 6 de febrero de 2011

Maldito olvido

Despertó en un cruce, tirada en la calle. Frente a ella solo había noche, noche y frío. ¿como había llegado ahí?
Se arrinconó en la cuneta, esperando un coche, esperando una señal, algo que pudiera servirle para orientarse.
Un coche llegó.
Le hizo señas para que parara, pero el coche no se detuvo. Abrió la ventanilla en pleno acelerón, y lanzó una manta. ¡una manta! Se tapó con ella sin dudarlo, y siguió esperando...
Otros coches como ese vinieron esa noche, lanzaron comida, lanzaron agua, incluso lanzaron una almohada que le sirvió para dormir. Pero ninguno de ellos paró. Ninguno.
¿por qué lanzaban cosas sin más?
Al despertar de la cabezada, aún era de noche. Siguió esperando. Y mientras esperaba, iba organizando lo que los coches le iban tirando: tablillas de madera, pegamento, ollas, cubiertos...
Nunca se hacía de día, pero como se cansó de dormir, empezó a confeccionarse, en aquél cruce, un lugar para refugiarse.
Pronto acabó siendo una pequeña pero confortable casa, con una silla en el porche, donde se sentaba y esperaba.
Esperaba a que alguien llegara.
Pero ¿quién?
Ya no lo recordaba... tan solo se dedicaba a recoger lo que otros tiraban a su suerte. Ella lo recogía, lo remodelaba, y lo guardaba con aprecio.
Pero llegó el día en que entendió que nadie vendría a buscarla... y tuvo que pensar en partir.
Y ese día comprendió por qué los coches lanzaban sus trastos al vacío, porque ella debía hacer lo mismo. Si quería partir, si quería avanzar, debía abandonar su casita, sus objetos que con tanta devoción había guardado.
No quería hacerlo, pero no podía con todos ellos. ¿y cómo escoger entre todos ellos, si cada uno tenía un valor incalculable para ella? 
Finalmente echó a andar, sin nada en los bolsillos, tal y como había llegado a ese cruce. Su casita de despojos ahí se quedó, mientras ella lloraba, desprendía una lágrima por cada amigo que dejaba atrás, cada momento vivido con ellos, simples objetos, simples desechos de otros, que le habían salvado la vida y que habían formado parte de la suya.

Ella ahora los volvía a desechar.

Pero para ella fue más duro... ella no tenía un coche con el que correr, con el que no poder mirar atrás y recordar, a cada segundo...
Que jamás volvería a verlos...

Y que eso nadie lo podía cambiar.

Pd. odio los coches, pero más a sus conductores.