viernes, 17 de septiembre de 2010

Gritos

Se atrevió, por fin, a lanzar un grito al cielo.
Pero su voz fue tan débil, que nadie la escuchó.

Las palabras estaban ahí, esperando salir.
Pensó en gritar de nuevo,
en intentar sacar con fuerza esos sentimientos tan escondidos, tan dolorosos
Pero una voz sonó en su mente... y la obligó a callar.

¿es malo tener miedo?
¿es cruel querer ser feliz?

¿es mentirse querer no saber ciertas cosas?

"Dios no es un máster benévolo... en la vida no existen los dados de acción"

esas palabras, antaño conocidas, volvieron a asaltar su mente.
Estaba de nuevo anclada, de nuevo frente al precipicio.

Y ya era hora.

De saltar... o de dar media vueltas y volver con el rabo entre las piernas.

Sin embargo, por unos segundos,
cerró los ojos de nuevo...
mirando al cielo...
y pensó que ojala se parara el tiempo en ese instante.

Mientras, el tiempo corría...
Y nadie seguía siendo capaz de escucharla.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Espejismos

Quiero abrazarte,
quiero acariciarte,
quiero besarte,
quiero sentirte,
quiero sentirte...

Y quiero hacerlo ahora,
con fuerza, sin demora,
Porque en cuanto abra estos ojos
que con fuerza cerré,
me daré cuenta...

Que todo es una ilusión,
que ya no estás aquí,
que como el viento viniste,
y como el viento te marchaste,
a un lugar lejano,
un lugar al que no puedo seguirte
simplemente caminando.


¿todo se acabó?
¿acaso empezó?
La fría lluvia acaricia mis mejillas
recordándome cual es mi lugar
cual es mi realidad.

La lucha no ha empezado
pero ya está por terminar.
Y si bajara las armas...
¿acaso no habría
menos sangre que derramar?

Pero eso sería rendirse,
sería agachar la cabeza,
y aceptar que alguien venció,
que alguien fue más fuerte que yo.

“Mi corazón no me ha dado permiso para marchar.”

Aún no.

El dolor, el llanto,
la inseguridad, el sufrimiento...
Todo hay que aceptarlo,
pues forma parte de esta guerra...
que no, aún no ha terminado.

Así cerraré los ojos,
una vez más,
y volveré a verte frente a mí,
volveré a amarte.
Y así reuniré fuerzas,y aplazaré ese día maldito,
en que vuelva a sentir las gotas en mi rostro,
y deba volver a abrir los ojos.

solo para descubrir,
solo para entender...

Que mi realidad es estar sin ti.

domingo, 12 de septiembre de 2010

La cuidadora de luciérnagas

Al caer la noche, todas las luces del pueblo y los alrededores se apagaban, todo quedaba a oscuras. Pero si subías la montaña del Peñón, justo en la cima, la veías: en la falda de la montaña, rodeada de agua, había una caseta que, aunque muy destartalada, siempre andaba bien iluminada. Allí vivía Clara, la hija del sepulturero que, tras morir su padre hacía unos años, se dedicaba a llevar flores a las tumbas del cementerio. Como si de grandes ofrendas se trataran, ella con mucho mimo cortaba las flores del prado, las galardonaba, y a la mañana las entregaba a los difuntos, para que las disfrutaran. Le debía ir bien, pensaban los habitantes del pueblo, pues los dioses la agraciaban con luz en las noches más oscuras.


En realidad, la luz no era obra de los dioses, decía Clara, pero nadie la escuchaba. Cuando, al atardecer, iba a regar sus flores y recoger algunas para sus ramos, las luciérnagas se aferraban a los tallos y la seguían hasta casa. Allí, ella abría las ventanas, para que pudieran salir, pero las luciérnagas, al estar cerca del río y con las flores sobre la mesa, se sentían como en casa. Noche tras noche, se quedaban en su hogar, bien alimentándose del néctar de las rosas o de los caracoles de Clara, que procuraba cazar para sus huéspedes.
 Así, aunque nadie le creyó y todos la veían como la bendecida de los dioses, Clara siguió haciendo ramos de flores y recogiendo caracoles en los días lluviosos, y pronto su hogar se vio iluminado hasta el último rincón. Tanta luz tenía Clara, que ella misma empezó a desprender luz propia, creciendo en hermosura y simpatía: limpiaba las tumbas con esmero, regaba y adobaba la tierra con fervor y siempre tenía una sonrisa en el rostro.


Como ella no era supersticiosa, no le gustaba que la vieran como "la bendecida de los dioses", así que decidió nombrarse la cuidadora de luciérnagas, y cada día que pasaba les dedicaba más atenciones a sus bellas amigas.


Pero la luz siempre crea oscuridad. Con el paso del tiempo, la gente empezó a querer imitar a Clara, pero, lógicamente, ellos no recibieron luz a cambio, puesto que sus casas del pueblo estaban demasiado alejadas del río y demasiado cerca del bullicio. Empezaron a tener envidia, y, poco a poco, algunos fanáticos empezaron a verla como una bruja. ¿como, si no, tenía luz ella? ellos habían hecho lo mismo y no habían logrado nada.
 Un día, un joven mozo, Demián, decidió que esa farsa había de terminar. Aunque estaba prohibido por el clero del pueblo acercarse a la noche a esa vieja casa, él se infiltró entre la maleza, se arrastró por los suelos para no ser visto y traspasó como pudo el río hasta llegar al alfeizar de una de las ventanas de Clara, abiertas de par en par.
Con un poco de miedo, el joven recordó las palabras del cura, “¡no oséis cuestionar a Dios! ¡no hurguéis en los quehaceres de otros!”. Pero ya no había marcha atrás. Cerró con fuerza los ojos, respiró hondo y elevó su cabeza hasta que pudo vislumbrar el interior del desaliñado hogar.


Su primera impresión fue de asombro. A pesar de que el lugar estaba muy desastroso, la hermosura que sus ojos experimentaban era, sin duda, para dejarle sin aliento. Las flores habían sido retocadas y estaban sobre la mesa, mientras las luciérnagas danzaban un baile complejo sobre ellas. Había muchas, muchísimas de ellas. Y, al lado, sonriente, la figura de una chiquilla cantaba una dulce melodía.


Pero pronto salió Demián de su asombro... en cuanto sacó la vista de Clara y volvió a ver las luciérnagas, se dio cuenta. ¡¡Luciérnagas!! ¡ellas proyectaban la luz! Y lo vio claro: La hermosa muchacha había enloquecido a los pobres animales y les obligaba a iluminar su vieja morada cada noche. Realmente era una bruja... casi se había apoderado también de él, pero Demián era listo y sabía qué debía hacer.
 Al día siguiente, Clara salió de su vivienda con sus flores en la mano, sonriente, sin saber que jamás volvería a ser lo mismo. Limpió con esmero las tumbas y ayudó a los transeúntes que la necesitaron, siempre con su habitual sonrisa y su peculiar amabilidad. Trabajó más duro que nunca en el campo, deseando llegar a casa y ver a sus pequeñas amigas.


Pero al volver al atardecer a casa, una mala noticia le esperaba. Demián había aprovechado su marcha, y había prendido fuego a su vieja vivienda. Envuelta en llamas, la vieja morada de Clara se derrumbaba. Desde el pueblo muchos vinieron en su auxilio, aunque otros se quedaron algo rezagados, pero por más manos que fueron no pudieron apagar suficientemente pronto el fuego abrasador, y Clara se quedó sin un hogar al que volver. ¿por qué?


Los habitantes del pueblo, que se apiadaron de la joven, le dieron cobijo en una de sus familias. Pero ya no era lo mismo: Clara ya no vivía sola, ya no tenía su espacio, y lo que era más importante, las luciérnagas ya no la amaban, ya no la seguían, ya no estaban con ella. Al poco tiempo, los pueblerinos notaron la falta de luz por todos lados, y culparon a Clara de ser una embustera y una mentirosa. Mentirosa, decían, cuando ella siempre quiso decirles la verdad, que su luz no era suya, sino de sus pequeños amigos, amigos que la habían dejado para siempre.


Por su parte, Demián no era feliz. Había visto el transcurrir de los días de Clara, y se sentía mal por su pesar. Pero... ¿qué podía hacer él, para arreglarlo? Sabía que había sido el causante, pero lo hecho hecho está, ya no había remedio.
Tal vez por intentar consolarla, o tal vez porque se prendó de su voz, el joven intentó varias veces cortejar a la muchacha. La llevó a pasear, al río, al monte e incluso la llevó a la ciudad en un largo día, pero no logró animarla, no consiguió su propósito: volver a verla sonreír. Clara estaba cada vez más triste, y nada ni nadie lograba cambiar su estado de ánimo.


Un día, finalmente, la chica no pudo más. Salió con las maletas de la casa donde se hospedaba, y subió al monte del Peñón, desde donde se veían los montes y los valles, y el río que transcurría por ellos. Abajo, en el llano, les cimientos de su antigua morada yacían carbonizados.


Bajó hasta allí y dejó sus maletas en el suelo, sentándose sobre una de ellas. Ya no podía volver, pero tampoco avanzar. Su luz se había apagado con ese incendio. Su vida había sido su padre hasta su muerte, y el vacío que ello causó lo llenaron sus pequeñas amigas luminosas. Ahora, ni ellas ni su progenitor estaban ahí para consolarla. Estaba sola, sola y sin luz.


Iba oscureciendo. Sacó una manta para no pasar frío y se acurrucó en el suelo, en lo que había sido el porche donde jugaba de pequeña. ¿qué iba a hacer ahora? Su luz había llegado con sus compañeras, y con ellas se había ido. Ahora era una persona sin vida, sin ganas de seguir, y solo le quedaba esperar ahí, acurrucada y lloriqueando, a que el tiempo pasara y se la llevara.


Demián fue a buscarla, y no la encontró. Estaba muy preocupado por ella, como todos los del pueblo: se habían olvidado de los celos, de la envidia o del rencor; el verla tan mal había despertado en todos ellos la compasión. Tras buscarla por todo el pueblo y no encontrarla, pidió ayuda a los pueblerinos para hacer una búsqueda por los alrededores. ¿donde se había metido?


La noche cayó, y. Ya sin fuerzas, Demián pensó que solo había un sitio donde pudiera estar... aunque es fuera imposible.
Subió con los demás habitantes del pueblo la montaña del Peñón, y ahí en el valle la vieron, desdibujada, una figura que en su día irradiaba felicidad, pero que ahora solo era una sombra de tristeza.


Sin nada más que esperar ya, Clara se puso a recordar. Si cerraba los ojos, podía prácticamente palpar a sus pequeñas amigas, verlas danzar alegremente sobre su cabeza. “La cuidadora de luciérnagas”, se había hecho llamar, pero ahora ya no le quedaba ninguna...


De su garganta salió un pequeño gorgoteo, que pronto se convirtió en canción. A lo lejos, Demián la reconoció: era la canción que les dedicaba a sus pequeñas compañeras. Cantó y cantó, cada vez con voz más fuerte, un recuerdo que se hacía visible en su memoria, un llanto al pasado, un rezo al presente. Tan solo deseaba poder hacer realidad ese deseo, volver a estar junto a ellas. Quería salir de las sombras, quería volver a jugar con ellas...


Abrió los ojos, y parpadeó varias veces para asegurarse de que no estaba soñando. Todo el prado que había sido su hogar estaba iluminado, mientras cientos de luciérnagas revoloteaban a su alrededor. Habían respondido a su llamada, y bailaban al son de su melodía. Y entonces se percató Clara de lo tonta que había sido. Pues las luciérnagas nunca la habían abandonado, era ella quien había dejado el lugar, era ella quien se había ido, quien había dejado de cuidarlas. Ellas seguían esperándola, mientras Clara se había dedicado a llorar y deprimirse. Pero por fin volvían a estar juntas.


Se levantó, se limpió el vestido y se puso a danzar con ellas, recibiendo de nuevo aquella luz que la hacía tan maravillosa, esa luz innata en ella que había olvidado por completo que tenía.


La luz de la esperanza. La luz de la felicidad.


Y los habitantes del pueblo vieron la hermosa escena, y se olvidaron de todo cuanto había pasado y de tanto rencor que habían llevado. Tras meditarlo entre todos unos minutos, decidieron volver a construir un hogar para Clara, para ella y sus pequeñas amigas.


Porque ellas serían el faro del pueblo, ellas serían la luz en la oscuridad de la noche.

Al caer la noche, todas las luces del pueblo y los alrededores se apagaban, todo quedaba a oscuras. Pero si subías la montaña del Peñón, justo en la cima, la veías: en la falda de la montaña, rodeada de agua, había una hermosa casa, que siempre andaba bien iluminada.


Era el hogar de Clara, la cuidadora de luciérnagas.