-¡Te
mataré maldita zorra!
Tras
él sonó el portazo, y tras ello, solo sollozos.
La había dejado encerrada en la habitación donde, antaño, le
pegaba hasta dejarla inconsciente. No recordaba si había escuchado
el chirrido del pestillo o si era su mente acostumbrada; en realidad
poco importaba, no tenía fuerzas ni para ponerse en pie.
Posó
sus manos sobre el voluminoso vientre, intentando en vano reparar el
dolor que la paliza le habría costado a la criatura. Huyó de sus
garras en cuanto supo que estaba en cinta, pero su perdición fue no
querer abandonar a sus padres. Caso error, ya que ambos teñían
ahora la alfombra de la entrada.
Era
el fin, lo sabía y lo
aceptaba, como aceptaba que el hijo de ambos no sobreviviría a los
maltratos del padre.
Tras
unos minutos
eternos, se dio cuenta de que tenía la entrepierna mojada. No había
orinado, así que eso sólo significaba una cosa: el pequeño quería
salir.
Ella
quería verle.
Abrió
como pudo las piernas, se agarró con fuerza la falda y empezó a
empujar. Uno, dos, tres. La sangre goteaba por las piernas, y notaba
como la carne se rasgaba y abría bajo la presión. Desfallecía por
la fuerza, pero debía sacarlo. Alargó las manos hasta su miembro,
le tocó la cabeza, la cogió entre sus manos.
Y
tiró.
Notó
los huesos del cráneo ceder a su fuerza de adulto, pero nada
importaba; debía verlo. Estiró con fuerza, mordiéndose el labio
hasta que borboteaba sangre, sudando, muriendo, hasta sacarlo. Una
vez fuera, agotada, lo alzó frente a ella.
El
pequeño no lloraba, pero aún movía levemente sus manitas. Se lo
acercó al rostro, para besarle la frente.
No
escuchó la puerta, ni los insultos, ni siquiera el tiro. Apenas vio
la bala llegar a la cabeza del niño, atravesarlos a ambos. Aún en
el suelo y con su futuro muerto encima, su rostro sólo reflejó la
tranquilidad de, al menos una vez.
haber podido vislumbrar el rostro
de su hijo.
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